Escritos


 

 

 

Pensamientos comentados de Madre Alberta (Hna. Begoña Peciña)

 

1. «En primer lugar utilizaremos el don de la palabra para alabar a Dios.» (MV10).

Alabar, bendecir, decir bien, agradecer… ¡Cuánto de todo esto nos enseña Alberta Giménez!

En su Reglamento, del año 1884, dejó escrito de su puño y letra esta frase inicial: “En primer lugar utilizaremos el don de la palabra…”. Todos nuestros dones son para la alabanza y gloria de su Majestad, nos dicen tanto San Ignacio de Loyola como Santa Teresa. Nosotros usamos el don de la palabra para la comunicación con los demás, pero a veces, esta se ve empañada cuando la relación con el otro no es positiva, y entonces, la alabanza que debería salir de nuestros labios, se tuerce en crítica, pensamiento negativo, mero juicio malévolo… Por eso, para emplear bien el don de la palabra, hemos de pedir con Alberta: “Señor mío, concédeme la gracia de que alabe tu misericordia” (MV, 11).

¿Cuándo nuestro corazón será capaz de utilizar el don de la palabra para alabar y bendecir?

. Cuando seamos capaces de reconocer los dones que Dios nos ha concedido.

Con la Madre “demos gracias a Dios que tantos dones nos regala”, sean estos la posibilidad de amar, de crecer, de sentir como el detalle amistoso de otra persona o la sonrisa graciosa de un niño.

. Cuando le sepa ver en todas circunstancias gozosas, de satisfacción, de alegría; en todo lo positivo, y que redunda en un bien para mí. En esos momentos, con la Madre procuraré: “Si en alguna cosa tengo éxito, daré gracias a Dios por haberse servido de mí” (EE, 1881).

. Cuando le sepa ver en las circunstancias dolorosas, en esas en las que todo se tuerce; cuando hay que caminar contracorriente, en que la tierra se hunde bajo mis pies, cuando llega la enfermedad, el dolor, la flaqueza… entonces, todo se hace más difícil. Y, ¿quién se acuerda, en aquel momento, de alabar y dar gracias? Alberta impresiona cuando escribe: “Cuantas más tribulaciones, penalidades, persecuciones, desprecios y cualesquiera dolores sufre una persona, más de cerca sigue a Jesús (…) Mayor gracia hace Dios al alma haciéndola participante de sus dolores que si le confiere el don de hacer milagros” (EE, 1889).

. Cuando mi corazón sea un corazón de pobre. Bendecir a Dios en todas circunstancias y dar gracias en los momentos de gozo y de dolor, es algo de «pobres», así se ve en los pobres, en los refugiados y así se vive en el Tercer Mundo, en medio de guerras, hambre, persecución… esa sonrisa en los labios y esa fe para alabar y bendecir en esas situaciones, es propio de los que tienen un corazón de pobre, los verdaderamente humildes que todo lo esperan de Dios. “Esperémoslo todo de Dios por quien trabajamos, y busquémosle solo a Él” (MV, 186).

 

 

2. “El divino Niño renazca en el corazón de todas y les lleve la santa alegría propia de estos días”

Se acercaba la fiesta de Navidad, hace ya muchos años, y la Madre se dirigía por carta, a la M. Leonor Siquier desde Toledo, a donde fue de viaje por invitación del Cardenal de España, Ciriaco Mª Sancha y Hervás, y le daba cuenta de los detalles del mismo. Finalizaba su carta con esta frase:

El Niño divino. El mayor regalo de las fiestas navideñas. Él es el centro. Las miradas se dirigen al que nace en la suma pobreza y humildad para mostrarnos que el camino no está en lo que brilla, tiene grandes apariencias y poder, sino en lo pequeño, pobre y humilde.

La Madre acostumbraba a poner el Belén. Allí dirigía sus pasos y su corazón encendido por el asombroso regalo. Un Dios tan grande hecho Niño. ¿Lo entendemos? “La vida de Cristo no es otra cosa que una entrega del pesebre hasta la cruz” escribía en sus Ejercicios allá por el año 1882.

Renacer en el corazón. Se trata de nacer de nuevo como Jesús le dijo a Natanael. Es un nacimiento nuevo que tiene lugar en lo secreto del corazón. Cuando el hombre se encuentra allí, en lo más profundo de sí, con el Niño, caen los prejuicios, la mezquindad y todo orgullo. Y, entonces, es cuando se produce un nacimiento nuevo, interior, capaz de observar la realidad desde otra perspectiva. “Pediré a Jesús me conceda la virtud de la humildad y me dé un verdadero conocimiento de mi pequeñez y de su grandeza (EE, 21.07.1884).

¡Atrevámonos a nacer de nuevo! A mirar de manera diferente, desde la mirada de Dios que percibe lo bueno de cada uno.

La Alegría santa. Al renacer de nuevo, junto a Él, la alegría vence la tristeza, el desánimo y la falta de esperanza. En Belén, todos cantan la gloria de Dios, desde los ángeles hasta los pastores. Todo es gozo profundo. Es la gran buena noticia: ¡Alegraos! En Navidad somos iniciados a sentir el tiempo de un modo nuevo, a sentirnos inundados de la luz de Dios y la alegría profunda que Él nos transmite.

Que se nos conceda la gracia de encontrarnos con el Niño, con un corazón nuevo, capaz de cantar con inmensa alegría la gloria de Dios.

 

 

3. “Me habéis conquistado con vuestra cruz”

Es una de las expresiones que le salen del alma a Alberta Giménez en sus Ejercicios Espirituales de 1889.

Nosotros queremos seguiros de cerca, Señor, pero a veces, al topar con la cruz, nos parece siempre pesada, desagradable, inhumana, y buscamos excusas, la rehuimos, preferimos pasar a su lado sin mirarla demasiado. No nos gusta la cruz.

La Madre, al contrario, se dejó conquistar por el gran Señor de su vida, de quien ni la muerte, ni la humillación, ni la persecución… podrán separarla porque Él la conquistó primero y ella se dejó hacer.

La suya no fue una conquista fácil de un Dios que le prometía una vida tranquila, sin grandes esfuerzos ni penas, con descendencia y muchas alegrías. ¡No! Ella se dejó conquistar por Cristo, en quien pudo tanto el amor, que le llevó a experimentar hasta un extremo increíble, el dolor y el sufrimiento por todos nosotros. Lo que le hacía sufrir a Alberta era el dolor de aquel que había sido crucificado. Al contemplarle y ver cómo le habíamos puesto, ella exclama: “quiero seguiros y seguiros de cerca”. Su sensibilidad no le puede permitir ver a todo un Dios de esa suerte y no reaccionar, no comprometerse con un “plus” por su parte.

Ella, ante la cruz, se siente amada, curada, sanada y conquistada. Le contempla, experimenta su amor, le devuelve la mirada, y “con su auxilio”, con la fuerza de su gracia, promete seguirle de cerca, servirle y “pelear” cómo y dónde el Señor la coloque. Es la gran disposición para que Él realice su obra, para hacer de su vida una continua ofrenda.

Alberta nos enseña la necesidad de estar a los pies de la cruz para descubrirle, para no huir de la cruz, para dejarse hacer; nos enseña la primacía por lo esencial, la necesidad de experimentar su abrazo de Padre que reconstruye y sana, su total disponibilidad para que Él dirija nuestra vida como quiera. No es perder, es ganar. No es morir, es resucitar.